"México en invierno “ por Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895)
La Navidad, con voz
aguardentosa, llama a la dócil puerta del estómago. Los aparadores ostentan
detrás de los cristales, empañados por el frío, todas las obras maestras de la
glotonería. El severo jamón, con gravedad de hombre político, se pavonea
dichoso al lado de los eternos salchichones. envueltos en su funda plateada,
como los ricos agiotistas y los tabacos de la Habana. El pavo, atravesado por un
puñal luciente. abre su pico inmóvil pidiendo misericordia. Los chorizos se
juntan, atados como galeotes, y formando collares pantagruélicos, excitan los
apetitos más reacios. El gas alumbra con su luz descocada e insolente, las
pilastras y torres de lustrosas latas, anchas y angostas, oblongas y cuadradas,
todas resplandecientes como el acero bruñido y reflejando la llama tranquila de
los quemadores.
Por entre las marañas y guedejas de heno peinado, cuelgan
cuerpos de azúcar y ángeles de caramelo. Las cajas de galletas abiertas con
malicia, dejan ver sus hileras color de oro. Pendientes de las ramas puestas en
el aparador, figurando árboles ,danzan alegremente las pequeñas canastas de
nervioso mimbre o de cabellos argentinos. Adentro, tras el gran mostrador siempre ocupado, los
dependientes, con la chaqueta negra abotonada, se multiplican destapando botes,
abriendo cajas y cortando queso. Sobre aquel círculo inmenso forrado de latón, descansa un queso suizo
respirando glotonería por cada uno de sus mil ojuelos. Las botellas,
escalonadas como batallones de prusianos, con sus cascos plateados y amarillos,
preparan el ataque en pelotones.
Allí
descubro el Chateau-Larose, carmíneo, como las ardientes mejillas de la señorita
P... , el Johanisberg fluido y transparente;
el finchado Oporto. que da la petulancia, y el verdoso Rin, que da el amor.
iPaso a los coraceros! El champagne, aparatoso y fatuo, como buen francés,
lleno de condecoraciones y dorados, cautivos los ojos con su lujo
aristocrático. Las bodegas del Marne se han vaciado para llenar esos
escaparates. Ahí están las botellas alemanas, con sus cuellos de caballos de
carrera, largos y flacos, hechos para uso de las grullas y de los berlineses;
las botellas francesas, coquetas y relucientes, con trajes de amazona y
sombrerillos de lofóforos; los graneles vinos españoles, los grandes señores de
los vinos, altivos y severos, como nobles castellanos delante de su rey; las
cosechas de Andalucía, los líquidos transparentes, que tienen un átomo de sol
en cada gota ; los tarros de Cognac , los barriles de Burdeos, con de la
bronceada espita abierta y derramando el generoso líquido en las botellas de
verdinegro vidrio; el Ajenjo, color de océano, y la Chartreuse, color de ámbar;
toda la interminable descendencia de la uva, toda la tumultuosa variedad de
vinos, asecha al comprador, parapetada en los escaparates; y las botellas,
altas y chaparras, gruesas y delgadas, adustas y coquetas, airosas y
desgarbadas, provocan y llaman a los glotones transeúntes, con el descaro de
una turba de loretas, tirando de la levita al extranjero que pasa a media noche
por los boulevares.
La mar, la eterna esclava, envía
diariamente a nuestras fondas, gruesas de ostras y cargamento de pescado. El
huachinango, abierto por mitad, muestra su blancura láctea y su carne de
camelia. El pámpano se sonroja detrás de las vidrieras. Los caracoles se juntan
al camarón rojizo. Y junto a estos criollos de la mar, asoman siempre altivos
los pescados extranjeros, el Salmón, la Langosta, el Makerel, el Maquereau , el
Calamar y la Lamprea en promiscuo ayuntamiento con el jamón endiablado y con el
jamón en pasta, el Turkey y el Chiken, el Beef-Touque y el Paté de foiegras,
las aceitunas, los pickles y las anchoas.
Los pasteleros no se dan un punto
de descanso. El horno, constantemente encendido, tuesta con sus besos de fuego
la obediente masa. Una dorada y apetitosa costra rodea las grandes
empanadas, rellenas de jamón o sardinas.
La viuda Genin encarcela en los aparadores de cristales grandes ejércitos de
pasteles, todavía calientes y cada vez que levanta su cubierta, sube de aquella
masa un humo tenue, que acaricia los olfatos lerdistas de los parroquianos.
Messer vende bombones a carretadas. Zepeda vacía sus bodegas para abastecer a
los clientes. Acabo de ver, en pie, junto a un aparador, a un pobre viejo, que
tiritando de frío, con las manos ocultas en los bolsillos del pantalón,
prendido con un alfiler el cuello del raído saco, y calado el grasiento
sombrero hasta los ojos, contempla con tristeza mezclada de codicia, la sana
rubicundez de los jamones y la blancura aristocrática de los pescado. ¡Pobre
viejo! Estaba cenando mentalmente. Sus ojos, resplandecientes de glotonería,
hubieran devorado hasta las vejas de esperma que danzaban en el aparador,
pendientes de las ramas. ¡ Bien se conoce que esta noche es Nochebuena!.”
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