"Fuga de Navidad" por Alfonso Reyes


Fuga de Navidad
Alfonso Reyes

I

Hace días que el frío labra las facetas del aire, y vivimos alojados en un diamante puro. No tarda la nieve. La quiere el campo para su misterioso calor germinativo. La solicita la ciudad para alfombra de la Noche Buena. Resbala el humo por los tejados: la atmósfera, con ser clara, es densa. Los fondos de la calle truenan de nubes negras, pero en lo alto hay una borrachera azul vértigo. De día, suben las miradas. De noche, bajan las estrellas. Nada hay mejor que el cielo, de donde cuelgan ángeles y juguetes para los niños.

II

El ardiente pino, festejado árbol de las hadas, llena la cabeza de ínfulas y lazos, balancea en las manos unas velitas verdes, rojas, azules. Trepan por sus piernas arañas de oro y tenues creaciones de ala de insecto: figuras inútiles y vistosas, sacrificios de una sola noche, tejidos a punta de alfiler en largas veladas proletarias. La no sofisticada pobreza hace del juguete un ente vano: casi ya ni para jugar sirve. Revienta ante los ojos como rosa de pestañas metálicas, o en ruedecillas naranjadas y púrpura. Flores de un jardín sensitivo; querubines de ojos de chaquira y seis pétalos de esmeralda; cruces y bicruces casi de aire de color. Un reflejo, una geometría de luz, un signo frágil de alegría: nada. Entrecerramos los ojos para verlo.

III

Como en los primitivos: el Belén diminuto, pastel de torrecillas y cúpulas. El tejado elemental, sostenido por cuatro varas. Adentro, heno y paja, madre y niño, bestias de aliento blando; tres viejos de barba temblorosa alargan las manos. Afuera, la curiosidad se encarama al techo. Séquito amarillo, negro y blanco. Fila de elefantes, caballos y camellos. Pastoreo en el campo. Soldados romanos por la carretera. Y una miniatura de la Biblia: el pozo con brocal, el cántaro. Todo está bien, familia. Hasta el arroyo entre musgo y el molino. Hasta el pajarito en la rama, lírico y sin objeto: alarde gratuito, caricia.

IV

Salte, pues, el vino dorado, rociando el pavón y e turrón. ¡Alegría del moco de coral y el escobellón hirsuto y galano, cuando – égloga anacrónica, ni griega siquiera –el ejército de pavos, que conduce un pastor sin nombre, rompe por entre las filas de automóviles de nuestras ciudades! Los escaparates sacan el pecho y relucen de tentaciones. La gente asalta los tranvías, llenas las manos de paquetitos. Y los pavos de sabor de nuez se agolpan, azorados, en mitad de las cuatro esquinas, como un islote indeciso, pardo y rojo.

V

No hagamos caso: alguien anda por los tejados. Cerremos bien la puerta. Alguien está dando con los puños. Salvemos la felicidad transitoria. Hijos peregrinos de otro clima, los recuerdos rondan la casa. Por el postigo se ve el camino blanco, surcado de pisadas iguales. A veces la chimenea crepita, y bailan por el muro las sombras de unos zapatitos gemelos, abiertos de esperanza.

VI

Ese hombre ha salido por la mañana, envuelto en un gabán ligero que baña y penetra el viento de Castilla. Lleva los codos raídos, los zapatos rotos. Como es Navidad, los mendigos se acercan a pedirle limosna, y él pide perdón y sigue andando. Encorvado de frío, bajo la ráfaga que lo estruja y quiere desvestirlo, busca en el bolsillo el pañuelo, todavía tibio de la plancha casera. No posee nada, y tuvo casa grande con jardines y fuentes, y salones con cabezas de ciervos. ¿Lo habrán olvidado ya en su tierra? Tal vez apresura el paso, y tal vez se para sin objeto. Ha gastado sus últimos céntimos en juguetes para su hijo. Nadie está exento ; no sabemos dónde pisamos. Acaso un leve cambio en la luz del día nos deja perdidos, extraviados. Ese hombre ha olvidado dónde está. Y se queda, de pronto, desamparado, aturdido de esperanza y memoria, repleto de Navidad por dentro, tembloroso en el ventarrón de nieve, y náufrago de la media calle. ¡Ay, amigos! ¿quién era ese hombre?

Madrid, Navidad de 1923


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