PLAN DE LA NORIA ( 8 de noviembre de 1871)
La reelección indefinida, forzosa y violenta, del ejecutivo
federal, ha puesto en peligro las instituciones nacionales.
En el Congreso una mayoría regimentada por medios reprobados
y vergonzosos, ha hecho ineficaces los nobles esfuerzos de los diputados
independientes y convertido la representación nacional en una cámara cortesana,
obsequiosa y resuelta a seguir siempre los impulsos del ejecutivo.
En la Suprema Corte de Justicia, la minoría independiente
que había salvado algunas veces los principios constitucionales de este
cataclismo de perversión e inmoralidad, es hoy impotente por la falta de dos de
sus más dignos representantes y el ingreso de otro llevado allí por la
protección del ejecutivo. Ninguna garantía ha tenido desde entonces amparo; los
jueces y magistrados pundonorosos de los tribunales federales son sustituidos
por agentes sumisos del Gobierno; los intereses más caros del pueblo y los
principios de mayor trascendencia quedan a merced de los perros guardianes.
Varios Estados se hallan privados de sus autoridades
legítimas y sometidos a gobiernos impopulares y tiránicos, impuestos por la
acción directa del ejecutivo, y sostenidos por las fuerzas federales. Su
soberanía, sus leyes y la voluntad de los pueblos han sido sacrificadas al
ciego encaprichamiento del poder personal.
El ejército, gloriosa personificación de los principios
conquistados desde la revolución de Ayutla hasta la rendición de México en
1867, que debiera ser atendido y respetado por el Gobierno para conservarle la
gratitud de los pueblos, ha sido abajado y envilecido obligándolo a servir de
instrumento de odiosas violencias contra la libertad del sufragio popular, y
haciéndole olvidar las leyes y los usos de la civilización cristiana en México,
Atexcatl, Tampico, Barranca del Diablo, la Ciudadela y tantas otras matanzas
que nos hacen retroceder a la barbarie.
Las rentas federales, pingües, saneadas, como no lo habían
sido en ninguna otra época, toda vez que el pueblo sufre los gravámenes
decretados durante la guerra, y que no se pagan la deuda nacional ni la
extranjera, son más que suficientes para todos los servicios públicos, y
deberán haber bastado para el pago de las obligaciones contraídas en la última
guerra, así como para fundar el crédito de la Nación, cubriendo el rédito de la
deuda interior y exterior legítimamente reconocida. A esta hora, reducidas las
erogaciones y sistemada la administración rentística, fácil sería dar
cumplimiento del precepto constitucional, librando al comercio de las trabas y
dificultades que sufre con los vejatorios impuestos de alcabalas, y al erario
de un personal oneroso.
Pero lejos de esto, la ineptitud de unos, el favoritismo de
otros y la corrupción de todos, ha cegado esas ricas fuentes de la pública
prosperidad: los impuestos se reagravan, las rentas se dispendían, la Nación
pierde todo el crédito y los favoritos del poder monopolizan sus espléndidos gajes.
Hace cuatro años que su procacidad pone a prueba nuestro amor a la paz, nuestra
sincera adhesión a las instituciones. Los males públicos exacerbados produjeron
los movimientos revolucionarios de Tamaulipas, San Luis, Zacatecas y otros
Estados; pero la mayoría del gran partido liberal no concedió sus simpatías a
los impacientes, sin tenerla por la política de presión y arbitrariedad del
Gobierno, quiso esperar con el término del período constitucional del encargo
del ejecutivo, la rotación legal democrática de los poderes que se prometía
obtener en las pasadas elecciones.
Ante esta fundada esperanza que, por desgracia, ha sido
ilusoria, todas las impaciencias de moderaron, todas las aspiraciones fueron
aplazadas y nadie pensó más que en olvidar agravios y resentimientos, en
restañar las heridas de las anteriores disidencias y en reanudarlos lazos de
unión entre todos los mexicanos. Sólo el Gobierno y sus agentes, desde las
regiones del ejecutivo, en el recinto del Congreso, en la prensa mercenaria, y
por todos los medios, se opusieron tenaz y caprichosamente a la amnistía que, a
su pesar, llegó a decretarse por el concurso que supo aprovechar la
inteligencia y patriótica oposición parlamentaria del V Congreso
Constitucional. Esa ley convocaba a todos los mexicanos a tomar parte en la
lucha electoral bajo el amparo de la Constitución, debió ser el principio de
una época de positiva fraternidad, y cualquiera situación creada realmente en
el terreno del sufragio libre de los pueblos, contaría hoy con el apoyo de
vencedores y vencidos.
Los partidos, que nunca entienden las cosas en el mismo
sentido, entran en la liza electoral llenos de fe en el triunfo de sus ideas e
intereses, y vencidos en buena lid, conservan la legítima esperanza de
contrastar más tarde la obra de su derrota, reclamando las mismas garantías de
que gozaban sus adversarios; pero cuando la violencia se arroga los fueros de
la libertad, cuando el soborno sustituya a la honradez republicana, y cuando la
falsificación usurpa el lugar que corresponde a la verdad, la desigualdad de la
lucha, lejos de crear ningún derecho, encona los ánimos y obliga a los vencidos
por tan malas artes a rechazar el resultado como legal y atentatorio.
La Revolución de Ayutla, los principios de la Reforma y la
conquista de la independencia y de las instituciones nacionales se perderían
para siempre si los destinos de la República hubieran de quedar a merced de una
oligarquía tan inhábil como absorbente y antipatriótica; la reelección
indefinida es un mal de menos trascendencia por perpetuidad de un ciudadano en
el ejercicio del poder que por la conservación de las prácticas abusivas, de
las confabulaciones ruinosas y por la exclusión de otras inteligencias e
intereses, que son las consecuencias necesarias de la inmutabilidad de los
empleados de la administración pública.
Pero los sectarios de la reelección indefinida prefieren sus
aprovechamientos personales a la Constitución, a los principios y a la
República misma. Ellos convirtieron esa suprema apelación al pueblo en una
farsa inmoral, corruptora, con mengua de la majestad nacional que se atreven a
tocar.
Han relajado todos los resortes de la administración
buscando cómplices en lugar de funcionarios pundonorosos.
Han derrochado los caudales del pueblo para pagar a los falsificadores
del sufragio. Han conculcado la inviolabilidad de la vida humana,
convirtiendo en práctica cotidiana, asesinatos horrorosos, hasta el grado de
ser proverbial la funesta frase de Ley-fuga.
Han empleado las manos de sus valientes defensores en la
sangre de los vencidos, obligándolos a cambiar las armas del soldado por el
hacha del verdugo.
Han escarnecido los más altos principios de la democracia,
han lastimado los más íntimos sentimientos de la humanidad, y se han befado de
los más caros y trascendentales preceptos de la moral.
Reducido el número de diputados independientes por haberse
negado ilegalmente toda representación a muchos distritos, y aumentado
arbitrariamente el de los reeleccionistas, con ciudadanos sin misión legal,
todavía se abstuvieron de votar 57 representantes en la elección de presidente,
y los pueblos la rechazan como ilegal y antidemocrática.
Requerido en estas circunstancias, instado y exigido por
numerosos y acreditados patriotas de todos los Estados, lo mismo de ambas
fronteras, que del interior y de ambos litorales, ¿qué debo hacer?
Durante la revolución de Ayutla salí del colegio a tomar las
armas por odio al despotismo: en la guerra de Reforma combatí por los principios,
y en la lucha contra la invasión extranjera, sostuve la independencia nacional
hasta restablecer al Gobierno en la capital de la República.
En el curso de mi vida política he dado suficientes pruebas
de que no aspiro al poder, a cargo, ni empleo de ninguna clase; pero he
contraído también graves compromisos para con el país por su libertad e
independencia, para con mis compañeros de armas, con cuya cooperación he dado
cima a difíciles empresas, y para conmigo mismo de no ser indiferente a los males
públicos.
Al llamado del deber, mi vida es un tributo que jamás he
negado a la patria en peligro: mi pobre patrimonio, debido a la gratitud de mis
conciudadanos, medianamente mejorado con mi trabajo personal; cuanto valgo por
mis escasas dotes, todo lo consagro desde este momento a la causa del pueblo.
Si el triunfo corona nuestros esfuerzos, volverá a la
quietud del hogar doméstico prefiriendo en todo caso la vida frugal y pacífica
del obscuro labrador, a las ostentaciones del poder.
Si por el contrario, nuestros adversarios son más felices,
habré cumplido mi último deber para con la República.
Combatiremos, pues, por la causa del pueblo, y el pueblo
será el único dueño de su victoria.
"Constitución de 57 y libertad electoral" será
nuestra bandera; "Menos gobierno y más libertades", nuestro programa.
Una convención de tres representantes por cada Estado,
elegidos popularmente, dará el programa de la reconstrucción constitucional, y
nombrará un presidente constitucional de la República, que por ningún motivo
podrá ser el actual depositario de la guerra.
Los delegados, que serán patriotas de acrisolada honradez,
llevarán al seno de la convención las ideas y aspiraciones de sus respectivos
Estados, y sabrán formular con lealtad y sostener con entereza las exigencias
verdaderamente nacionales.
Sólo me permitiré hacer eco a las que se me han señalado
como más ingentes; pero sin pretensión de acierto ni ánimo de imponerlas como
una resolución preconcebida, y protestando desde ahora que aceptaré sin
resistencia ni reserva alguna, los acuerdos de la convención.
Que la elección de presidente sea directa, personal, y que
no pueda ser elegido ningún ciudadano que en el año anterior haya ejercido por
un solo día autoridad o encargo cuyas funciones se extiendan a todo el
territorio nacional.
Que el Congreso de la Unión sólo pueda ejercer funciones
electorales, en asuntos puramente económicos, y en ningún caso para la
designación de altos funcionarios públicos.
Que el nombramiento de los secretarios del despacho y de
cualquier empleado o funcionario que disfrute por sueldos o emolumentos más de
tres mil pesos anuales, se someta a la aprobación de la cámara.
Que la unión garantice a los ayuntamientos, derechos y recursos
propios como elementos indispensables para su libertad e independencia.
Que se garantice a todos los habitantes de la República el
juicio por jurados populares que declaren y califiquen la culpabilidad de los
acusados; de manera que a los funcionarios judiciales sólo se les concede la
facultad de aplicar la pena que designen las leyes pre-existentes.
Que se prohíban los odiosos impuestos de alcabala y se
reforme la ordenanza de aduanas marítimas y fronterizas, conforme a los
preceptos constitucionales y a las diversas necesidades de nuestras costas y
fronteras.
La convención tomará en cuenta estos asuntos y promoverá
todo lo que conduzca al restablecimiento de los principios, al arraigo de las
instituciones y al común bienestar de los habitantes de la República.
No convoco ambiciones bastardas ni quiero avivar los
profundos rencores sembrados por las demasías de la administración. La
insurrección nacional que ha de devolver su imperio a las leyes y a la moral
ultrajadas, tiene que inspirarse en nobles y patrióticos sentimientos de
dignidad y justicia.
Los amantes de la Constitución y de la libertad electoral son bastante fuertes en el país de Herrera, Gómez Farías y Ocampo, para aceptar la lucha contra los usurpadores del sufragio popular.
Los amantes de la Constitución y de la libertad electoral son bastante fuertes en el país de Herrera, Gómez Farías y Ocampo, para aceptar la lucha contra los usurpadores del sufragio popular.
Que los patriotas, los sinceros constitucionalistas, los
hombres del deber, presten su concurso a la causa de la libertad electoral; y
el país salvará sus más caros intereses. Que los mandatarios públicos,
reconociendo que sus poderes son limitados, devuelvan honradamente al pueblo
elector el depósito de su confianza en los períodos legales, y la observancia
estricta de la Constitución será verdadera garantía de paz. Que ningún
ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio del poder, y ésta será la
última revolución.
Porfirio Díaz.
La Noria, noviembre de 1871.
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