Muerte de Porfirio Díaz
Por Martín Luis Guzmán
“…A media mañana del 2 de julio la palabra se le fue acabando y el
pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la Noria,
de Oaxaca. Hablaba de su madre: “Mi madre me espera.” El nombre de Nicolasa lo
repetía una y otra vez. A las dos de la tarde ya no pudo hablar. Era una como
parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intención
de la mirada, procuraba hacerse entender. Se dirigía casi exclusivamente a
Carmelita. “¿Cómo?” “¿Qué decía?” “¡Ah, sí: la Noria!” “¿Oaxaca?” “Sí, sí:
Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar.”
Se complació oyendo hablar de México: hizo que le dijeran que pronto
se arreglarían allá todas las cosas, que todo iría bien. Poco a poco,
hundiéndose en sí mismo, se iba quedando inmóvil. Todavía pudo, a señas, dar a
entender que se le entumecía el cuerpo, que le dolía la cabeza. Estuvo un rato
con los ojos entreabiertos e inexpresivos conforme la vida se le apagaba.
Perdió el conocimiento a las seis. Por la ventana entraba el sol, cuyos
tonos crepusculares doraban afuera las copas de los castaños: los rayos,
oblicuos, encendían los brazos y el asiento de la silla y casi atravesaban la
estancia. Era el sol cálido de julio; pero él, vivo aún, tenía ya toda la
frialdad de la muerte. Carmelita le acariciaba la cabeza y las manos; se le
sentían heladas. A las seis y media expiró, mientras a su lado el sol lo
inundaba todo en luz. No había muerto en Oaxaca, pero sí entre los suyos.
Rodeaban su cama Carmelita, Porfirito, Lorenzo, Luisa, Sofía, María Luisa,
Pepe, Fernando González y los nietos mayores.
Se llenó la casa con funcionarios de la República Francesa y con
delegados de la ciudad de París. Vino el jefe del cuarto militar del presidente
Poincaré; se presentó el general Niox, que había recibido a don Porfirio a su
llegada a Francia y le había puesto en las manos la espada de Napoleón;
desfilaron comisiones de los ex combatientes. Acababa de morir algo más que una
persona ilustre: el pueblo de Francia rendía homenaje al hombre que por treinta
años había gobernado a otro pueblo; el ejército francés traía un saludo para el
soldado que medio siglo antes había sabido combatirlo. Pero eso era el valor
oficial: el duelo íntimo quedaba reservado para el país remoto y presente.
Porque lo más de la colonia mexicana de París acudió en el acto trayendo su
reverencia, y otros hijos de México, al conocer la noticia, llegaron desde
Londres, desde España, desde Italia.
Quiso Carmelita que se hicieran honras fúnebres. El servicio
religioso, a la vez solemne y modesto, se celebró en Saint-Honoré l'Eylau, y
allí quedó depositado el cadáver en espera de su tumba definitiva. Año y medio
después se sacaron los despojos para llevarlos al cementerio de Montparnasse.
El sepulcro es una capilla pequeña, en cuyo interior, sobre una losa a modo de
ara, se ve una urna de cristal que contiene un puño de tierra de Oaxaca. Por
fuera, en lo alto, hay inscrita un águila mexicana, y debajo del águila un
nombre compuesto de dos palabras. Rugía en México la lucha entre Venustiano
Carranza y Francisco Villa. El 2 de julio Carranza recibió en Veracruz un
telegrama que lo apartó un momento de las preocupaciones de la contienda. El
mensaje venía de Nueva York y, conciso, decía así:
“Señor Venustiano Carranza, Veracruz: Prensa anuncia estos momentos
hoy siete de la mañana murió en Biarritz el general Porfirio Díaz. —Salúdolo
afectuosamente.— Juan T. Burns.” ”
Fuente: “Transito sereno de Porfirio Díaz” - Martín Luis Guzmán
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