Carta de Víctor Hugo a Benito Juárez ( 20 de junio de 1867)
Hauteville,
20 de junio de 1867
Al Presidente de la República Mexicana:
Juárez, vosotros habéis igualado a John Brown.
La América actual tiene dos héroes, John Brown y vosotros. John Brown, por
quien ha muerto la esclavitud; vosotros por quien ha vencido la libertad.
México se ha salvado por un principio y por un hombre. El principio es la
República; el hombre sois vosotros. Por otra parte, el fin de todos los
atentados monárquicos termina por abortar. Toda usurpación comienza por Puebla
y termina en Querétaro.
Europa, en 1863, se arrojó sobre América. Dos
monarquías atacaron vuestra democracia: la una con un príncipe, la otra con un
ejército, el más aguerrido de los ejércitos de Europa, que tenía por punto de
apoyo una flota tan poderosa en el mar como en tierra; que tenía el respaldo de
todas las finanzas de Francia, recibiendo reemplazos sin cesar; bien comandado;
victorioso en África, en Crimea, en Italia, en China, valientemente orgulloso
de su bandera; que poseía en abundancia caballos, artillería, abasto,
municiones formidables. Del otro lado, Juárez.
Por una parte dos imperios, por la otra un
hombre. Un hombre con sólo un puñado de hombres. Un hombre arrojado de ciudad
en ciudad, de pueblo en pueblo, de rancho en rancho, de bosque en bosque,
amenazado por la infame fusilería de los consejos de guerra, perseguido, errante,
atacado en las cavernas como una bestia feroz, acosado en el desierto,
proscrito. Por generales, algunos desesperados; por soldados, algunos desnudos.
Ni dinero, ni pan, ni pólvora, ni cañones. Los matorrales por ciudades. Aquí la
usurpación llamándose legitimidad; allá el derecho, llamándosele bandido. La
usurpación con el casco en la cabeza y la espada imperial en la mano, saludada
por los obispos, precedida delante de ella y arrastrando tras ella, todas las
legiones de la fuerza. El derecho solo y desnudo. Vosotros, el derecho, habéis
aceptado el combate.
La batalla de uno, contra todos, ha durado
cinco años. Falto de hombres, habéis tomado cualquier cosa por proyectil. El
terrible clima os ha socorrido; habéis tenido por auxiliar a vuestro sol. Habéis
tenido por defensores los pantanos infranqueables, los torrentes llenos de
caimanes, las marismas plenas de fiebre, las vegetaciones tupidas, el vómito
negro de las tierras calientes, los desiertos salados, los grandes arenales sin
agua y sin hierbas, donde los caballos mueren de sed y hambre; la grande y
severa meseta del Anáhuac que, como la de Castilla se defiende por su desnudez;
las barrancas siempre conmovidas por los temblores de los volcanes, desde el
Colima hasta el Nevado de Toluca.
Habéis llamado en vuestro auxilio a vuestras
barreras naturales: lo escabroso de las cordilleras, los altos diques
basálticos y las colosales rocas de pórfido. Habéis hecho la guerra del gigante
y vuestros proyectiles han sido las montañas. Y un día, después de cinco años
de humo, de polvo y de ceguera, la nube se ha disipado y entonces se han visto
dos imperios caídos por tierra. No más monarquía, no más ejércitos; nada más
que la enormidad de la usurpación en ruina y sobre este horroroso
derrumbamiento, un hombre de pie, Juárez, y al lado de este hombre, la
libertad. Habéis hecho todo esto, Juárez, y es grande; pero lo que os resta por
hacer es más grande todavía.
Escuchad, ciudadano Presidente de la República
Mexicana. Acabáis de abatir las monarquías con la democracia. Les habéis
demostrado su poder, ahora mostrad su belleza. Después del rayo, mostrad la
aurora. Al cesarismo que masacra, oponed la República que deja vivir. A las
monarquías que usurpan y exterminan, oponed al pueblo que reina y se modera. A
los bárbaros, mostrad la civilización. A los déspotas mostrad los principios.
Humillad a los reyes frente al pueblo, deslumbrándolos. Vencedlos, sobre todo,
por la piedad.
Protegiendo al enemigo se afirman los
principios. La grandeza de los principios consiste en ignorar al enemigo. Los
hombres no tienen nombre frente a los principios; los hombres son el Hombre.
Los principios no conocen más allá de ellos mismos. El hombre en su estupidez
augusta no sabe más que esto: la vida humana es inviolable. ¡Oh, venerable imparcialidad
de la verdad! ¡Qué bello es el derecho sin discernimiento, ocupado sólo en ser
el derecho! Precisamente delante de los que han merecido legalmente la muerte
es donde se debe abjurar de las vías de hecho. La grandiosa destrucción del
cadalso debe hacerse delante de los culpables.
Que el violador de los principios sea
salvaguardado por un principio. Que tenga esta dicha y esta vergüenza. Que el
perseguidor del derecho sea protegido por el derecho. Despojándolo de la falsa
inviolabilidad, la inviolabilidad real, lo ponéis delante de la verdadera
inviolabilidad humana. Que se quede asombrado al ver que el lado por el cual es
sagrado, es precisamente aquél por el cual no es emperador. Que este príncipe
que no sabía que era un hombre, sepa que hay en él una miseria, el rey; y una
Majestad, el hombre. Jamás se os ha presentado una ocasión más relevante.
¿Osarían golpear a Berezowski en presencia de Maximiliano sano y salvo? Uno ha
querido matar a un rey; el otro ha querido matar a una Nación. Juárez, haced
que la civilización de este paso inmenso. Juárez, abolid sobre toda la tierra
la pena de muerte.
Que el mundo vea esta cosa prodigiosa: la
República tiene en su poder a un asesino, un emperador; en el momento de
aniquilarlo, descubre que es un hombre, lo deja en libertad y le dice: eres del
pueblo, como los otros. ¡Vete! . Esta será, Juárez, vuestra segunda victoria.
La primera, vencer la usurpación, es grandiosa. La segunda, perdonar al
usurpador, será sublime.
Sí, a estos príncipes, cuyas prisiones están
repletas; cuyos patíbulos están corroídos de asesinatos; a esos príncipes de
cadalsos, de exilios, de presidios, y de Siberias; a esos que tienen Polonia, a
esos que tienen Irlanda, a los que tienen La Habana, a los que tienen Creta; a
estos príncipes a quienes obedecen los jueces, a estos jueces a quienes
obedecen los verdugos, a esos verdugos obedecidos por la muerte, a esos
emperadores que tan fácilmente cortan la cabeza de un hombre, mostradles cómo
se perdona la cabeza de un emperador!
Sobre todos los códigos monárquicos de donde
manan las gotas de sangre, abrid la ley de la luz y, en medio de la más santa
página del libro supremo, que se vea el dedo de la República señalando esta
orden de Dios: Tú ya no matarás. Estas cuatro palabras son el deber. Vosotros
cumpliréis con ese deber.
El usurpador será salvado y el libertador, ay,
no pudo serlo. Hace ocho años, el 2 de diciembre de 1859, sin más derecho que
el que tiene cualquier hombre, he tomado la palabra en nombre de la democracia
y he pedido a los Estados Unidos la vida de John Brown. No la obtuve. Hoy pido
a México la vida de Maximiliano. ¿La tendré? Sí y quizás a esta hora esté ya
concedida Maximiliano deberá la vida a Juárez. Y el castigo, preguntarán. El
castigo, helo aquí: Maximiliano vivirá “por la gracia de la
República”.
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